Para huir de las atenciones del Emperador, abandonó la corte e ingresó en un convento de Alejandría.
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A la muerte de la esposa de Justiniano, Teodora, el emperador volvió a buscarla, por lo que huyó al desierto y conoció al abad Daniel, que le permitió vestirse de monje y vivir como ermitaña en su comunidad, donde llevó una vida solitaria de oración y austeridad constantes hasta su muerte veintiocho años después.